Esta vez reflexiono para la
revista Malicieux Magazine sobre lo difícil que es a veces ser consciente del
paso del tiempo. De cómo uno pasa de una etapa a otra, adquiriendo cada vez más
responsabilidades. Qué lejos quedan nuestros pensamientos de adolescentes
cuando nos hacemos adultos...
En la época adolescente,
la mayoría de chicos y chicas sentimos la necesidad de rebelarnos contra
la autoridad y represión ejercida por nuestras figuras paternas. Sentimos que nuestros padres no nos dejan crecer, experimentar, salir tanto como quisiéramos, o hasta
quedarnos encerrados en nuestra habitación tanto como nos gustaría dedicándonos
a nuestras aficiones. Nos juramos que nunca seremos como ellos. Nunca iremos
detrás de nuestros hijos preguntando con quién hablan, qué hacen, o dónde van.
Por supuesto, tampoco lo haremos con nuestras parejas. Hay incluso a quien se
le escapa llamar "amargada" a su
pobre madre asustada porque su niña ha vuelto media hora más tarde a casa. Pero
su niña ya no es tan niña, y si por ella hubiera sido se habría quedado en casa
de su "amiga". Hay quien desarrolla enormemente su capacidad de
invención, a la hora de generar excusas para justificar una ausencia a clase,
un retraso, una llegada ligeramente afectado/a por la ingesta de alcohol, o
simplemente para explicar por qué no tienen ganas de salir o de comer. Los adolescentes quieren dejar claro que son
ellos quienes toman las decisiones y tienen el poder.
Cuando nos encontramos en esa etapa, juramos que nunca nos
comportaremos así cuando seamos mayores. Que seremos modernos, guays, que saldremos
todos los días sin que nadie nos lo pueda prohibir o pasaremos las horas
jugando en nuestro ordenador con la tranquilidad de que nadie nos va a llamar
para poner la mesa. Pensamos que cuando seamos mayores nos dará igual si un
plato se queda sin fregar o si las pelusas del suelo alcanzan el tamaño de una
pelota de tenis. Decidimos que hablaremos y coquetearemos con quien queramos, y
no con quien a nuestros padres les gustaría. Que tendremos relaciones eróticas
con quien nos plazca sintiéndonos libres de experimentar y vivir. Pensamos que
todo nuestro caos hormonal podrá ser resuelto cuando llevemos a cabo nuestras
fantasías. O quizás tenemos ganas de iniciar inmediatamente una relación de
pareja para ver eso que sienten los adultos. Para sentirnos queridos y para
sentir que eso va a durar toda la vida. Que el vínculo creado todo lo puede, y que nunca nadie lo va a estropear. Nosotros no vamos a discutir con nuestra
pareja como lo hacen nuestros padres. No vamos a decir a nadie si le pega o no
le pega lo que lleva puesto. No vamos a "orientarle" para que se
ponga la ropa que a nosotros nos gusta. No, definitivamente, nosotros
cambiaremos las reglas.
Y entonces termina la adolescencia. De golpe y porrazo ya se
nos exige pensar, actuar y decidir como adultos. Cumplimos 18 años y con ello
obtenemos ciertas libertades, pero también mayores obligaciones. Podemos beber,
fumar y votar. Podemos ir a la cárcel. Podemos... empezar a pensar qué queremos
hacer con nuestra vida. Algunos empiezan una carrera universitaria, la mayoría
sin tener claro si realmente es a eso a lo que se quieren dedicar en el futuro.
Unos pocos, temerosos de perder el abrigo de sus colegios e institutos, se
dejan aconsejar por los deseos de sus padres, a menudo fruto de sus propias
frustraciones. Unos cuantos empiezan estudios que luego abandonan, quizás
porque han descubierto otra alternativa que les convence más o quizás porque
han perdido la motivación y el interés. Por supuesto, también un gran número de
chicos y chicas consigue emprender aquellos estudios que tanto les gustan, con
la ilusión de que aquello les llevará a cumplir sus sueños profesionales. Pero
eso ya es otra historia. Otros prefieren comenzar a trabajar, ganar su propio
dinero para poder sentirse más libres de gastarlo sin las restricciones de sus
familias. Entonces conocen lo duro que es trabajar y lo que cuesta ahorrar sin
sentirse ahogados. Unos y otros vamos aprendiendo a tomar decisiones, sabiendo
que ahora cuentan mucho más. Experimentamos frustraciones a nivel académico,
sentimental y profesional. Vemos que no es tan fácil mantener la amistad con
los distintos grupos de amigos, que las parejas, de tenerlas, absorben gran
parte de nuestro tiempo. Que todo, absolutamente todo, requiere de nuestro
cuidado, esfuerzo y atención. Nuestros padres quieren que cada vez asumamos más
responsabilidades.
Llegamos a la temida crisis de los veintitantos. Al
síndrome del cuarto de siglo. Sentimos esa presión del paso del tiempo, sabemos
que hay ciertas cosas que la sociedad espera de nosotros. Se espera que
encuentres tu primer trabajo medianamente estable y respetable. Que tengas una
pareja formal con la que tener planes de futuro a medio y a largo plazo. Que
pienses en independizarte, lo quieras y, finalmente, lo hagas. Que aprendas a
llevar una casa, a cocinar comida decente y a plancharte la ropa que te pones.
Que sepas organizar tu tiempo y tu dinero. Que seas un crack en el trabajo, un
perfecto amante, un estupendo amo de casa. Que lleves una vida sana y
encuentres además tiempo para ir al gimnasio. Todo esto al mismo tiempo que no
desatiendes a tus familiares y amigos.
Pero la vida real nos muestra que la mayoría de los jóvenes
de estas edades aún se tiran de los
pelos buscando desesperados un trabajo en el que, al menos, les paguen.
Proliferan las ofertas de becas donde se ofrece formación y experiencia, pero
donde pedir un salario digno parece que es como pedir que te masajeen los pies
cada vez que vas a trabajar. Y, sin embargo, muchos y muchas se sienten
afortunados si al menos tienen la oportunidad de adquirir esa experiencia. A
pesar de que (...)
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