jueves, 29 de octubre de 2015

El miedo a convertirnos en nuestros padres



Esta vez reflexiono para la revista Malicieux Magazine sobre lo difícil que es a veces ser consciente del paso del tiempo. De cómo uno pasa de una etapa a otra, adquiriendo cada vez más responsabilidades. Qué lejos quedan nuestros pensamientos de adolescentes cuando nos hacemos adultos...






En la época adolescente,  la mayoría de chicos y chicas sentimos la necesidad de rebelarnos contra la autoridad y represión ejercida por nuestras figuras paternas. Sentimos  que nuestros padres no nos dejan crecer, experimentar, salir tanto como quisiéramos, o hasta quedarnos encerrados en nuestra habitación tanto como nos gustaría dedicándonos a nuestras aficiones. Nos juramos que nunca seremos como ellos. Nunca iremos detrás de nuestros hijos preguntando con quién hablan, qué hacen, o dónde van. Por supuesto, tampoco lo haremos con nuestras parejas. Hay incluso a quien se le escapa llamar "amargada" a su pobre madre asustada porque su niña ha vuelto media hora más tarde a casa. Pero su niña ya no es tan niña, y si por ella hubiera sido se habría quedado en casa de su "amiga". Hay quien desarrolla enormemente su capacidad de invención, a la hora de generar excusas para justificar una ausencia a clase, un retraso, una llegada ligeramente afectado/a por la ingesta de alcohol, o simplemente para explicar por qué no tienen ganas de salir o de comer.  Los adolescentes quieren dejar claro que son ellos quienes toman las decisiones y tienen el poder. 

Cuando nos encontramos en esa etapa, juramos que nunca nos comportaremos así cuando seamos mayores. Que seremos modernos, guays, que saldremos todos los días sin que nadie nos lo pueda prohibir o pasaremos las horas jugando en nuestro ordenador con la tranquilidad de que nadie nos va a llamar para poner la mesa. Pensamos que cuando seamos mayores nos dará igual si un plato se queda sin fregar o si las pelusas del suelo alcanzan el tamaño de una pelota de tenis. Decidimos que hablaremos y coquetearemos con quien queramos, y no con quien a nuestros padres les gustaría. Que tendremos relaciones eróticas con quien nos plazca sintiéndonos libres de experimentar y vivir. Pensamos que todo nuestro caos hormonal podrá ser resuelto cuando llevemos a cabo nuestras fantasías. O quizás tenemos ganas de iniciar inmediatamente una relación de pareja para ver eso que sienten los adultos. Para sentirnos queridos y para sentir que eso va a durar toda la vida. Que el vínculo creado todo lo puede, y que nunca nadie lo va a estropear. Nosotros no vamos a discutir con nuestra pareja como lo hacen nuestros padres. No vamos a decir a nadie si le pega o no le pega lo que lleva puesto. No vamos a "orientarle" para que se ponga la ropa que a nosotros nos gusta. No, definitivamente, nosotros cambiaremos las reglas.

Y entonces termina la adolescencia. De golpe y porrazo ya se nos exige pensar, actuar y decidir como adultos. Cumplimos 18 años y con ello obtenemos ciertas libertades, pero también mayores obligaciones. Podemos beber, fumar y votar. Podemos ir a la cárcel. Podemos... empezar a pensar qué queremos hacer con nuestra vida. Algunos empiezan una carrera universitaria, la mayoría sin tener claro si realmente es a eso a lo que se quieren dedicar en el futuro. Unos pocos, temerosos de perder el abrigo de sus colegios e institutos, se dejan aconsejar por los deseos de sus padres, a menudo fruto de sus propias frustraciones. Unos cuantos empiezan estudios que luego abandonan, quizás porque han descubierto otra alternativa que les convence más o quizás porque han perdido la motivación y el interés. Por supuesto, también un gran número de chicos y chicas consigue emprender aquellos estudios que tanto les gustan, con la ilusión de que aquello les llevará a cumplir sus sueños profesionales. Pero eso ya es otra historia. Otros prefieren comenzar a trabajar, ganar su propio dinero para poder sentirse más libres de gastarlo sin las restricciones de sus familias. Entonces conocen lo duro que es trabajar y lo que cuesta ahorrar sin sentirse ahogados. Unos y otros vamos aprendiendo a tomar decisiones, sabiendo que ahora cuentan mucho más. Experimentamos frustraciones a nivel académico, sentimental y profesional. Vemos que no es tan fácil mantener la amistad con los distintos grupos de amigos, que las parejas, de tenerlas, absorben gran parte de nuestro tiempo. Que todo, absolutamente todo, requiere de nuestro cuidado, esfuerzo y atención. Nuestros padres quieren que cada vez asumamos más responsabilidades.

Llegamos  a la temida crisis de los veintitantos. Al síndrome del cuarto de siglo. Sentimos esa presión del paso del tiempo, sabemos que hay ciertas cosas que la sociedad espera de nosotros. Se espera que encuentres tu primer trabajo medianamente estable y respetable. Que tengas una pareja formal con la que tener planes de futuro a medio y a largo plazo. Que pienses en independizarte, lo quieras y, finalmente, lo hagas. Que aprendas a llevar una casa, a cocinar comida decente y a plancharte la ropa que te pones. Que sepas organizar tu tiempo y tu dinero. Que seas un crack en el trabajo, un perfecto amante, un estupendo amo de casa. Que lleves una vida sana y encuentres además tiempo para ir al gimnasio. Todo esto al mismo tiempo que no desatiendes a tus familiares y amigos. 

Pero la vida real nos muestra que la mayoría de los jóvenes de estas edades aún  se tiran de los pelos buscando desesperados un trabajo en el que, al menos, les paguen. Proliferan las ofertas de becas donde se ofrece formación y experiencia, pero donde pedir un salario digno parece que es como pedir que te masajeen los pies cada vez que vas a trabajar. Y, sin embargo, muchos y muchas se sienten afortunados si al menos tienen la oportunidad de adquirir esa experiencia. A pesar de que (...)